lunes, 29 de abril de 2013

"Los argumentos y sus consecuencias"

La Voz de Galicia, Mercados, 28-IV-2013.


A ORILLAS DE LA CIFRA

            Los argumentos y sus consecuencias

En una de sus frases más célebres afirmaba John M. Keynes: “Los hombres prácticos, que se creen bastante inmunizados de cualquier influencia intelectual, son normalmente esclavos de algún economista difunto”. O sea, que según él las ideas en estos asuntos importan. Ríos de tinta han corrido en controversias sobre el realismo de esta concepción: ¿no quedarán en realidad sepultadas las ideas por lo que realmente importa, los intereses?. Ese tipo de debates se presentan con frecuencia de un modo equivocado, dando por supuesto que el “idealismo” de las políticas muchas veces resulta anulado por la influencia de las luchas descarnadas de interés: no es raro que ocurra lo contrario, es decir, que se adopten pésimas decisiones debido a la pervivencia de argumentos nefastos. Argumentos que a su vez –y aquí la cosa se pone más interesante- pueden estar sesgados, esto es, interesados.
Reflexiones de este tipo, propias de disputas académicas, han saltado en los últimos días al primer plano de la actualidad, debido al grave fallo que acaban de detectar tres economistas norteamericanos en los cálculos contenidos en un célebre artículo publicado hace tres años por Carmen Reinhart y Ken Rogoff (autores un año antes del libro monumental “Esta vez es distinto”).  La cuestión problemática se centra en la contrastación empírica de la afirmación de que hay un umbral para la ratio de deuda pública –el 90 %-, a partir del cual el crecimiento económico se hace muy improbable. Este resultado fue manejado expresamente por algunos de los principales promotores de la política de austeridad a ultranza –entre ellos el ministro alemán Wolfgang Schaüble y el comisario europeo Olli Rehn- como “fundamento científico” de aquella línea política.
En mi opinión la polémica en sí está un tanto exagerada, pues Reinhart y Rogoff nunca afirmaron que el bajo o negativo crecimiento se debiera a la alta deuda: de hecho se podría inferir una relación de causalidad en el sentido opuesto (cambios en el crecimiento precediendo a cambios en la deuda). Los que quedan verdaderamente desacreditados son los que usaron impenitentemente el argumento de un modo sesgado para… su propio interés (en este caso, político). Pero hay una conclusión que aparece con fuerza: las ideas económicas, al menos algunas de ellas, acaban por tener consecuencias sobre la vida de la gente, a veces incluso al margen de lo pretendido por quienes las postularon.
Esto último es algo que solo puede sorprender a algunos despistados: durante las últimas décadas miles de trabajos que fueron publicados con el marchamo de rigurosamente científicos partían de supuestos como el de que la ausencia de inflación garantizaba la estabilidad financiera, o que la innovación financiera era fuente de inagotable progreso (nociones que en los debates recientes cada menos gente se atreve a defender). Por poner un ejemplo más concreto, hace apenas tres o cuatro años, la “teoría de la austeridad fiscal expansiva” gozaba de un prestigio intelectual digno de mejor causa (en mi opinión esta ha sido una fuente teórica de las políticas de recortes más influyente que la anterior), lo cual se ha venido estrepitosamente abajo con la radical revisión del valor de los multiplicadores fiscales realizada en los últimos meses.
La cuestión está en que no hablamos de cuestiones arcangélicas, sino de las cosas de comer: durante demasiado tiempo, algunos razonamientos abstractos y de supuesta gran elegancia formal –por supuesto y afortunadamente, no todos- han sido usados para defender cosas que ahora mismo parecen indefendibles.